El tiempo pasa y las vidas cambian, y por diferentes circunstancias, que ahora mismo no vienen a cuento, ya no puedo disfrutar de aquellos domingos que me pegaba hace un par de años y que ahora recuerdo entre los momentos más apacibles y felices de mi por lo que se ve triste existencia. Me refiero a esos días que pasaba tranquilamente en casa con mi gato Pedro.
Nos levantábamos tarde. Ni Pedro ni yo éramos de madrugar. Si no había dormido conmigo, venía estirándose a saludarme al pasillo. Yo desayunaba junto al balcón mientras él se acicalaba del hocico a la cola. Yo el domingo ni me lavaba la cara. Luego, mientras me vestía, él picoteaba algo, poníamos música y nos tumbábamos en el sofá a leer el periódico o un libro.
Era complicado pasar las hojas del libro acariciando al gato al mismo tiempo, pero valía la pena. A veces, Pedro echaba la pata sobre una página o se rascaba con el canto. Era mejor todavía por la tarde, cuando veíamos una película. Yo lo acariciaba sin hacerle caso y él ronroneaba, se frotaba o se dejaba languidecer. De repente se bajaba del sofá, daba un par de maullidos fuertes y se iba a comer otra vez.
Un domingo con mi gato era de lo mejor que había
Solía moverse imperceptiblemente, sin dejar de estar tumbado, siguiendo el sol. Se iba estirando hacia la parte soleada del sofá, luego del suelo. Cuando yo salía a última hora de la tarde al balcón a fumar un cigarro, él me acompañaba contentísimo, como si fuese un acontecimiento único. Aunque el balcón estaba siempre entreabierto y se asomaba de vez en cuando, ahora salía a olisquear el viento y mordisquear la hierba de la maceta.
Y veía pasar la gente, las cosas, el tiempo, como nadie. De él aprendí mucho sobre cómo mirar la vida, con una mezcla equilibrada de atención e indiferencia, sorpresa y desprecio. Bueno, él lo hacía mejor que yo, con más elegancia y naturalidad. Con su aire de afectada independendia. Cuando se cansaba de estar allí, simplemente me miraba y se iba.
Ya era la hora de la cena, cómo se había pasado el día. Pedro cenaba en dos veces, y yo terminé por copiar su costumbre. El domingo llegaba a su fin con otra peli o tal vez algún programa misterioso de la tele, y con Pedro y yo durmiéndonos en el sofá. Cuando uno de los dos nos despertábamos, ambos nos dábamos cuenta de que era hora de irse a la cama.